Plan B: Te veo, me sonrojo y tiemblo

“Cuando creí que había perdido la magia, 
encontré el vaivén de una puerta entreabierta
invitándome a dar un paseo por tu fantasía, 
a mirar todo desde tus ojos por una vez
porque los trucos sorprenden solo una vez” – Babasonicos (“Uso”)

Qué idiota te hace el amor. Años atrás, en ese acto compulsivo y adolescente de escuchar “Mi caramelo” sucedida por “Un pacto”, le adjudicaba otro significado a esa frase. Bajo mi mirada de entonces, Cordera se estaba preguntando: ¿Quién es el idiota que te está haciendo el amor? ¿Con quién estás compartiendo todo aquello que podrías compartir conmigo? Supongo que la brutalidad de “Mi caramelo” (“cambio a toda esta familia por un segundo con vos”/”quisiera arrancarte un día y morirme en un telo con vos”) me hizo creer que esa aseveración de “Un pacto” era en realidad un interrogante. Pero no. Años después, volví a esas canciones, y la interpretación cambió. “Sos mi dios, te veo, me sonrojo y tiemblo” precedía a “qué idiota te hace el amor” y, en consecuencia, ese pasaje de la letra estaba hablando de la capacidad que tiene ese sentimiento de modificarnos. Por lo tanto, que yo relacione ambas canciones con mi adolescencia trasciende el hecho de que eran populares por entonces. Porque su tópico, en el fondo, se vincula con cómo el amor te puede arrojar a un estado de vulnerabilidad y desprotección similar al de cuando nuestra vida ni siquiera estaba comenzando, similar al de cuando éramos unos niños. Esa vulnerabilidad fruto de la dependencia de un tercero, que nos deja a la intemperie, aguardando una suerte de señal que reavive ese estado de insomnio, de vibración de la panza, por más “tiesos y bajo control” que nos consideremos. De repente, alguien nos regala una carta manuscrita. De repente, alguien llama por teléfono y pide hablar con nosotros. De repente, alguien nos invita a dar la vuelta manzana. De repente, alguien se aparece con un regalo envuelto en papel y con moñito. De repente, nos cuesta conciliar el sueño porque nos distraemos repasando ese gesto que nos modificó el día. De repente, encontramos en nosotros algo que ni siquiera sabíamos que existía, desde lo más simple como grabar un cassette hasta lo más enorme como la capacidad de amar (o este descubrimiento impulsando tantas otras cosas). Me acuerdo de que la primera vez que me rompieron el corazón tenía quince años. Estaba enamorada (participio que va mutando de significado según la edad) de un compañero de la secundaria que usaba camisas alternativas y se dejaba el pelo largo. Se llamaba Francisco. Mi diario íntimo se llenaba de entradas que lo tenían como interlocutor y mis primeros poemas eran aburridísimos, todos ellos variaciones de una misma cosa: qué mal me pone que no me des bola. Horrible. Un día se produjo el milagro y Francisco me invitó a dar un paseo, como dice Dárgelos en la canción de ahí arriba. Su gran gesto fue llevarme a tomar un helado (me acuerdo cuál: la oblea de dos gustos que salía cincuenta centavos) y a pasear, vaya a saber uno por qué, por la terminal de la ciudad. No hubo beso ni tampoco mucha charla. Cuando llegué a mi casa, me largué a llorar. Mi mamá creyó que era por el desdén que mostraba Francisco (y no por ese quiebre de la fantasía) y por eso me dijo lo que, sospecho, dicen casi todas las mamás: “esto se te va a pasar”. Un año después conocí a Martín, quien se convertiría en mi primer novio. No volví a pensar en Francisco hasta que me senté a escribir este post.

“La gente para entenderte tiene que mirar a través de tus ojos, yo te veo en 3D a vos” – Bruno (Manuel Vignau) a Pablo (Lucas Ferraro) en Plan B

Hace unas semanas, en el banco de una plaza, me encontré diciendo la misma frase de mi mamá a otra persona. “Esto se te va a pasar”. Lo dije con intención de ser optimista pero me salió con el tono de quien subestima el sentimiento que alguien padece hoy, con el tono de quien pasó por varias circunstancias entre los quince y los treinta, con el tono de quien ve al desencanto desde arriba. Sin embargo, y al igual que con mi interpretación de “Un pacto”, luego advertí que estaba totalmente equivocada. El amor me sigue poniendo tan idiota hoy pasando los treinta como me ponía a los quince. Ya no conservo un diario íntimo pero sí conservo mi pasión por reflejarme a través de la escritura (algunos posts, como este mismo, no dejan de ser un diario). Ya no lloro creyendo que el mundo se va a terminar a la par del deceso del interés de otra persona por mí, pero sí lloro por lo que pudo haber sido y no fue. Ya no hago regalos con moñito, pero sí voy a una disquería a buscar(le) una rareza. Plan B, la ópera prima de Marco Berger, es una película sobre el amor que te hace sonrojarte y temblar. Su premisa es tan adolescente como ese plan que idea Bruno (Manuel Vignau), el de conquistar a Pablo (Lucas Ferraro), el actual novio de su ex, para confundirlo, que él la deje y así poder volver con ella. Se trata de una empresa ridícula y la película lo sabe. Por lo tanto, su narración está estructurada de modo tal que uno no pueda precisar el instante en el que el plan deja de tener efecto para darle espacio a otra cosa. Así, esa orquestación rebuscada e inverosímil resulta irrelevante. A diferencia de las dos películas posteriores del realizador (la mucho más sofisticada Hawaii y la más oscura Ausente), Plan B es inconsciente, descuidada y desprolija. Bruno y Pablo duermen en camas a medio hacer, toman agua o vino en cocinas sucias, se despeinan, usan camisetas de fútbol, se sientan en la calle, comen chicle mientras hablan, son profundamente reconocibles. Su relación no sólo es adolescente porque escuchan cassettes o graban una serie en video (la apócrifa Blind, título que parece estar ligado al hecho de cubrir y descubrir la identidad sexual) sino porque a ambos los une una nostalgia por un tiempo en donde las cosas eran más simples (no es arbitrario que la película jamás los muestre trabajando o ejerciendo algún tipo de responsabilidad acorde a sus edades), en donde no era necesario depender de herramientas modernas – como mensajes de texto o mails – para contactar a la otra persona.

“Me agarró eso de la amistad tipo doce años, que no querés que te roben a tu amigo, ¿me entendés?” – Pablo (Lucas Ferraro) a Bruno (Manuel Vignau) en Plan B 

En Plan B, el amor y el desamor están digitados por visitas espontáneas de Bruno a la casa de Pablo (y viceversa), por la energía concentrada en los silencios y por la observación del otro en todas sus facetas (dormido, fumado, contento, alcoholizado). Por lo tanto, las miradas, como en toda la filmografía de Berger, son nada menos que la vara con la que los protagonistas se van midiendo hasta ver quién cede primero (“a ver quién es más alto”), hasta ver quién sucumbe a lo inevitable. Ya lo escribió la-aquí-siempre-citada Clarice Lispector: “inútil querer: solo viene cuando quiere”. Plan B no traiciona nunca el efecto dual del hecho de enamorarse y por eso nos muestra diversos momentos de los protagonistas en silencio, contemplativos, recordando al otro que no está presente con felicidad, nerviosismo e impotencia. Así como Vignau nos revela el enorme corazón que tiene Bruno dotándolo de una voz temblorosa (“estoy enamorado de vos, estoy completamente enfermo”), Ferraro hace lo propio con Pablo y esa lágrima que cae cuando el plan queda al descubierto. A fin de cuentas, todo en Plan B pasa por lo sensorial, por las palpitaciones que provocan gestos como regalar un Viewmaster (para ver al otro en todas sus dimensiones) o un balde y una palita (para poder construir desde cero); o actitudes como las de guardarse una foto en la billetera porque les remite al objeto de su afecto o como la de robar un beso con cualquier excusa. Asimismo, Berger apuesta por abandonar lo simbólico cuando esta historia de amor se agita por el mero hecho de compartir algo tan íntimo como una charla hasta la madrugada, a oscuras, “como a los doce años”, como cuando uno tenía menos miedos y otra concepción de la felicidad equiparable a la del escritor Daniel Salzano: “me acuerdo de cuando mi única obligación era respirar y ser feliz; me acuerdo muy bien de la felicidad”. Qué idiota te hace el amor. En eso reside el encanto de Plan B, en la forma valiente de poner el corazón cuando ya no hay estrategias, mentiras o prejuicios que atenten contra él. ♦

*Este texto fue originalmente publicado en mi blog Cinescalas del diario LA NACION.

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